volar


Caminaba por la calle y pasó de repente. 
Vi como las suelas de mis botas se despegaban suavemente de la acera. Yo intentaba con la puntita del pie derecho volver a tocar el suelo. Estiraba las piernas pero mi cuerpo seguía subiendo como si mis pulmones estuviesen llenos de helio pero sin que me saliese voz de pito al hablar. 
La pareja de señores mayores que iba detrás de mi ni se inmutaba, ni el chico que venía enfrente con la compra ya hecha. Él me miraba a los ojos, sonreía y seguía a lo suyo y yo seguía subiendo.
Ya estaba a unos tres metros sobre el suelo y empezaba a tener la sensación que se tiene cuando te subes a una atracción y tienes las piernas colgando, esa de “esto no lo controlo yo y como siga así, si falla no lo cuento”...
Seis metros y no sabía cómo funcionaba aquello. No sabía donde poner las manos, las tenía medio cubríendome la cara, sudándome, y yo soy de manos secas y tirantes.
En un primer intento de seguir mi instinto abrí los brazos y los intenté estirar hacia los laterales a modo alas. Inútil, me temblaban, estaban agarrotados y que bobada... flotaba porque sí, no por mis invisibles alas de pájaro invisible. Así que, ya metida en aquello, me dejé llevar...
Al alcanzar los veinte metros empecé a sentirme extrañamente cómoda. Había creado un nuevo suelo. Los tejados de los edificios me quedaban casi a ras de mis pies y mi nuevo horizonte era una luz naranja rosáceo que iba perfilando en un negro precioso la silueta de una ciudad llena de piquitos y esqueletos de árboles.
Por un momento cerré los ojos y se me quitó aquella tensión facial que venía marcando los quince minutos de travesía aérea. Se me escapó una sonrisa y justo en ese preciso momento empecé a perder nivel, muy poco a poco.
En unos segundos mis pies volvieron a pisar tierra firme. El asfalto que antes me había parecido tan normal ahora era duro, monótono, plano...
En fin... seguí caminando y me fui a tomar un café.


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