volar


Caminaba por la calle y pasó de repente. 
Vi como las suelas de mis botas se despegaban suavemente de la acera. Yo intentaba con la puntita del pie derecho volver a tocar el suelo. Estiraba las piernas pero mi cuerpo seguía subiendo como si mis pulmones estuviesen llenos de helio pero sin que me saliese voz de pito al hablar. 
La pareja de señores mayores que iba detrás de mi ni se inmutaba, ni el chico que venía enfrente con la compra ya hecha. Él me miraba a los ojos, sonreía y seguía a lo suyo y yo seguía subiendo.
Ya estaba a unos tres metros sobre el suelo y empezaba a tener la sensación que se tiene cuando te subes a una atracción y tienes las piernas colgando, esa de “esto no lo controlo yo y como siga así, si falla no lo cuento”...
Seis metros y no sabía cómo funcionaba aquello. No sabía donde poner las manos, las tenía medio cubríendome la cara, sudándome, y yo soy de manos secas y tirantes.
En un primer intento de seguir mi instinto abrí los brazos y los intenté estirar hacia los laterales a modo alas. Inútil, me temblaban, estaban agarrotados y que bobada... flotaba porque sí, no por mis invisibles alas de pájaro invisible. Así que, ya metida en aquello, me dejé llevar...
Al alcanzar los veinte metros empecé a sentirme extrañamente cómoda. Había creado un nuevo suelo. Los tejados de los edificios me quedaban casi a ras de mis pies y mi nuevo horizonte era una luz naranja rosáceo que iba perfilando en un negro precioso la silueta de una ciudad llena de piquitos y esqueletos de árboles.
Por un momento cerré los ojos y se me quitó aquella tensión facial que venía marcando los quince minutos de travesía aérea. Se me escapó una sonrisa y justo en ese preciso momento empecé a perder nivel, muy poco a poco.
En unos segundos mis pies volvieron a pisar tierra firme. El asfalto que antes me había parecido tan normal ahora era duro, monótono, plano...
En fin... seguí caminando y me fui a tomar un café.







El padre de Josemari era torero. Jacinto “El pulguilla”, un afamado y respetable mataor cordobés. Su madre, bordadora de trajes de luces, siempre tuvo forma de silla, a veces de mecedora. De ella salían las mismas palabras y los mismos sentimientos que de un trozo de madera.

Josemari había crecido rodeado de trajes de luces, probándose los de su padre y los que bordaba su madre. A ojos del mundo el crío iba a seguir los pasos de su progenitor, con el arte que tenía... Lo que no sabían era que lo que apasionaba a Josemari de la tauromaquia eran los dorados, los brillos, los colores y la gracia de los trajes. Las corridas de toros le espantaban, le aterrorizaba la sangre y la crueldad.

Una tarde de domingo en pleno agosto, cuando Josemari contaba apenas 8 años llegó a casa la noticia de que a Jacinto le habia cojido un toro. El hombre ya no se salvaba. Su madre levantó la cabeza asintió y se volvió a encoger en sus labores. Llevaba ya tantos años preparada para la noticia que poco la alteró.
Para Josemari no fue lo mismo, ya no había más héroe en casa.

Al día siguiente la cuadrilla llevó al niño a ver cómo sacrificaban al toro. Aquella venganza le supo a sal, a injusticia y a cobardía.
Esa misma noche se escapó entre lágrimas a la dehesa para pedirle perdón al becerrillo ahora huérfano de padre y contarle que él no había querido.
Lo cierto es que el becerro solo se quedó mirándolo fijamente, sacudió la cabeza para espantar una mosca y Josemari con toda la alegría del mundo lo interpretó como un acuerdo entre hermanos de madres secas.
A partir de ese momento Josemari se declaró fiel amigo e indiscutible protector de Tarzán (así lo había bautizado). Empezó yendo a hablar todos los días con él después de la escuela. Los fines de semana lo sacaba a pasear por los caminos del pueblo. Y los domingos le cepillaba el pelo, le perfumaba detrás de las orejas y le engalanaba de flores el pelo para llevarlo a misa.

Lo de los adornos fue a más cuando Josemari empezó a trabajar con su madre de bordador. Tenía una maña esplendorosa y poco tardó en convertirse en profesional. A los 16 años tomaba encargos de bordados por decenas y a los 17 también se especializó en el corte de los trajes.

Cuando su madre se consumió del todo, rápido y en silencio,  Josemari dió un giro de 360º al negocio familiar y con el grito de “No a los trofeos, faena por el amor” se convirtió en el primer diseñador de trajes de luces antitaurino.
En pocos años Josemari dejó de ser el niño raro del toro para ser el nuevo icono de la innovación en el diseño de trajes de luces.

Ahora Tarzán y él pasan horas dialogando al sol andaluz espantando moscas en los mejores pastos.


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