María del Carmen



María del Carmen tenía un problema hormonal-paranormal severo que llegó como todos los cambios hormonales-paranormales severos, con la pubertad. 
Los cambios solían llegar con las primeras lluvias de otoño y la ida del verano. A la pobre muchacha le empezaba a mutar el cuerpo hasta convertirse en un lento, somnoliento y aletargado oso pardo a eso de principios de enero y no desapareciendo los efectos totalmente hasta ya entrado marzo. 
Durante esos meses, Maricarmen junto con sus padres, que no compartían su mismo capricho natural, tenían reservada una pequeña cuevecita perfectamente calefactada y con todo lujo de comodidades en las profundidades del hayedo de la familia. Las excusas para estas desapariciones familiares anuales eran un supuesto disfrute del verano uruguayo con los parientes de allá. 
Para que nadie en el pueblo sospechase, los padres de Maricarmen habían instalado una radio con antena de alcance internacional que les permitía captar las frecuencias latinas y que sonaba en la cueva día y noche. Así, a la vuelta de su “exótico viaje” se les escapaban deliberadamente frasecillas con acento criollo, tarareaban sin querer queriendo los éxitos radiofónicos del momento y contaban a las amistades noticias sobre la actualidad de un país a miles de kilómetros. 
Y en todo ese tiempo María del Carmen dormía. Dormía y dormía y se despertaba, bostezaba, daba cuatro pasos, bebía un poco de leche con cacao y volvía a dormir. 
Ahora ya es mayorcita, ronda los 60 y las cosas siguen como estaban. La única diferencia es que con los años ha aprendido a hacer de su hibernación un algo útil en medida de los posible. Aprovecha para tejer, bordar, leer y aprender idiomas logrando que el sueño no le quite más de 14 horas de su día.
Y en el pueblo… en el pueblo la gente habla, dice y conjetura. Se crean leyendas sobre ella, pero al final nadie pregunta porque cada primavera Maria del Carmen vuelve a aparecer siendo la mujer femenina y elegante que es.

volar


Caminaba por la calle y pasó de repente. 
Vi como las suelas de mis botas se despegaban suavemente de la acera. Yo intentaba con la puntita del pie derecho volver a tocar el suelo. Estiraba las piernas pero mi cuerpo seguía subiendo como si mis pulmones estuviesen llenos de helio pero sin que me saliese voz de pito al hablar. 
La pareja de señores mayores que iba detrás de mi ni se inmutaba, ni el chico que venía enfrente con la compra ya hecha. Él me miraba a los ojos, sonreía y seguía a lo suyo y yo seguía subiendo.
Ya estaba a unos tres metros sobre el suelo y empezaba a tener la sensación que se tiene cuando te subes a una atracción y tienes las piernas colgando, esa de “esto no lo controlo yo y como siga así, si falla no lo cuento”...
Seis metros y no sabía cómo funcionaba aquello. No sabía donde poner las manos, las tenía medio cubríendome la cara, sudándome, y yo soy de manos secas y tirantes.
En un primer intento de seguir mi instinto abrí los brazos y los intenté estirar hacia los laterales a modo alas. Inútil, me temblaban, estaban agarrotados y que bobada... flotaba porque sí, no por mis invisibles alas de pájaro invisible. Así que, ya metida en aquello, me dejé llevar...
Al alcanzar los veinte metros empecé a sentirme extrañamente cómoda. Había creado un nuevo suelo. Los tejados de los edificios me quedaban casi a ras de mis pies y mi nuevo horizonte era una luz naranja rosáceo que iba perfilando en un negro precioso la silueta de una ciudad llena de piquitos y esqueletos de árboles.
Por un momento cerré los ojos y se me quitó aquella tensión facial que venía marcando los quince minutos de travesía aérea. Se me escapó una sonrisa y justo en ese preciso momento empecé a perder nivel, muy poco a poco.
En unos segundos mis pies volvieron a pisar tierra firme. El asfalto que antes me había parecido tan normal ahora era duro, monótono, plano...
En fin... seguí caminando y me fui a tomar un café.







El padre de Josemari era torero. Jacinto “El pulguilla”, un afamado y respetable mataor cordobés. Su madre, bordadora de trajes de luces, siempre tuvo forma de silla, a veces de mecedora. De ella salían las mismas palabras y los mismos sentimientos que de un trozo de madera.

Josemari había crecido rodeado de trajes de luces, probándose los de su padre y los que bordaba su madre. A ojos del mundo el crío iba a seguir los pasos de su progenitor, con el arte que tenía... Lo que no sabían era que lo que apasionaba a Josemari de la tauromaquia eran los dorados, los brillos, los colores y la gracia de los trajes. Las corridas de toros le espantaban, le aterrorizaba la sangre y la crueldad.

Una tarde de domingo en pleno agosto, cuando Josemari contaba apenas 8 años llegó a casa la noticia de que a Jacinto le habia cojido un toro. El hombre ya no se salvaba. Su madre levantó la cabeza asintió y se volvió a encoger en sus labores. Llevaba ya tantos años preparada para la noticia que poco la alteró.
Para Josemari no fue lo mismo, ya no había más héroe en casa.

Al día siguiente la cuadrilla llevó al niño a ver cómo sacrificaban al toro. Aquella venganza le supo a sal, a injusticia y a cobardía.
Esa misma noche se escapó entre lágrimas a la dehesa para pedirle perdón al becerrillo ahora huérfano de padre y contarle que él no había querido.
Lo cierto es que el becerro solo se quedó mirándolo fijamente, sacudió la cabeza para espantar una mosca y Josemari con toda la alegría del mundo lo interpretó como un acuerdo entre hermanos de madres secas.
A partir de ese momento Josemari se declaró fiel amigo e indiscutible protector de Tarzán (así lo había bautizado). Empezó yendo a hablar todos los días con él después de la escuela. Los fines de semana lo sacaba a pasear por los caminos del pueblo. Y los domingos le cepillaba el pelo, le perfumaba detrás de las orejas y le engalanaba de flores el pelo para llevarlo a misa.

Lo de los adornos fue a más cuando Josemari empezó a trabajar con su madre de bordador. Tenía una maña esplendorosa y poco tardó en convertirse en profesional. A los 16 años tomaba encargos de bordados por decenas y a los 17 también se especializó en el corte de los trajes.

Cuando su madre se consumió del todo, rápido y en silencio,  Josemari dió un giro de 360º al negocio familiar y con el grito de “No a los trofeos, faena por el amor” se convirtió en el primer diseñador de trajes de luces antitaurino.
En pocos años Josemari dejó de ser el niño raro del toro para ser el nuevo icono de la innovación en el diseño de trajes de luces.

Ahora Tarzán y él pasan horas dialogando al sol andaluz espantando moscas en los mejores pastos.


Ramón vuelve a Alemania




Este es Ramón. Inmigrante de segunda generación, profesional vaya.

Lugar de nacimiento: Algún pueblín de la cuenca del Nalón
Ubicación actual: Algún lugar de Alemania
Idiomas: Los que haga falta
Edad: 82
Aficiones:

  • Comer caramelos de toffee e intentar sacarlos de entre los dientes postizos con la lengua sin que nadie lo vea.
  • Chupar onzas de chocolate de hacer
  • Contar coches (por colores, marcas o modelos)
  • Dar paseos (en madreñes) por los parques, porque segun dice “aquí siempre ta to lleno foyeros”


Ramón había sido uno de aquellos imberbes que con poca cosa se vino en los 50 a Alemania. Aquí consiguió un buen trabajo, se casó con una manchega y tuvo 3 hijos hermosos.
A finales de los 70, las raíces y el apogeo económico de España tiran más que el frío alemán. Ramón, señora y el benjamín de la familia vuelven a Asturias.
El matrimonio abre una ferretería-bazar, con el desparpajo de Adelina y el renombre de calidad germana de importación las cosas van como la seda.
A los 65 se retiran para irse definitivamente al pueblo.

Los años pasan y poco a poco se van despidiendo amistades, los achaques van llegando y a Adelina, ya mayor, se la lleva una pulmonía.
La situación económica del país no anda muy pujante y el hijo de Ramón decide volver a Alemania con los hermanos y probar suerte.
Ramón ya está mayor y a su edad lo único que le importa es poder estar con la familia y sentirse querido.
Cambios, edad, adaptación... difícil, si claro, pero una última aventura, ver por fin a todos los hijos y nietos juntos. La única que le falta es Adelina, pero ella va a seguir faltando aquí y allí y eso no hay quien lo cambie.
No se lo piensa dos veces, se une al viaje y prepara los bultos dirección rumbo norte.

El equipaje básico: 6 cajas de zapatillas “sin-fin” rellenas de caramelos de toffee, una de chocolate de hacer “la cibeles” y otra de cordeles de fardu porque nunca se sabe...

Ahora Ramón pasea cada día en el parque, pilla constipados y ve la tele alemana pa sanar. Juega con los nietos roxinos mecíos, toma Glühwein a escondidas y tontea con las panaderas presumiendo de espíritu latino. A su edad aprendió a ver el fútbol en internet e invita a los antiguos compañeros alemanones que quedan enteros a ver los partidos de la liga.

Ramón, es muy grande...

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