Gorka Alexander

Ésta es la historia de cómo un vasco acabó casándose con una siberiana y de cómo el enlace dió como fruto a la leyenda del porteador vasco-siberiano más querido de todos los tiempos.


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Ocurrió una tarde de verano de sabe Dios cuando, durante las fiestas de un pueblecito costero de Euskadi.

Hacía un calor inusual para ser principios de junio y las 3 de la tarde era una buena hora para tomar un refresco y reponer fuerzas. 
Alexander Bogrov llevaba 6 meses cruzando Europa por caminos de hierro en compañía de su hija Sveta. Tras toda una vida haciendo fortuna aislados en su explotación de coníferas del oriente siberiano, el señor Bogrov consideraba una forma de justo pago sacar a su hija de la tundra y mostrarle el mundo que se expandía ahí fuera. 

No fue casualidad que padre e hija parasen en ese preciso momento y aquel preciso lugar. En Donosti habían oído de la fama de Joseba Gorostiaga, un vasco grande, huraño y con una mala hostia, únicamente equiparable a su increíble resistencia física. Joseba participaba en la prueba de aizkolaris que se disputaba esa misma tarde y todo apuntaba a que saldría victorioso por cuarto año consecutivo. 
En sus viajes por el mundo, Bogrov ya había conocido a los más famosos cortadores de madera noruegos, canadienses, bávaros y austriacos, pero la fama que precedía al tal Gorostiaga le despertaba tal curiosidad que no podía sino concederse un alto en su ruta.

La temperatura añadía a la competición una dificultad extra para sus participantes. La plaza del pueblo estaba abarrotada de gente abanicándose. Padre e hija habían tomado buen sitio para no perderse detalle. 
Cuando la prueba dio comienzo y Joseba apareció en escena, fue lo de Sveta un flechazo. Qué porte! que gallardía! qué bravura! y es que verle cortar troncos de haya era todo un primor, un estilo nunca visto.
El señor Bogrov, que de tonto tenía bien poco, tardó menos de dos segundos en hacer los cálculos de conveniencia de la situación. Hija en edad casadera + mozo garrido = buena inversión de yerno con el aliciente de una mano de obra óptima.
Total, un mes después ya estaba Joseba encantado camino de Siberia desposado con una mujer con la que se entendía por miradas y gestos. A él nunca le había gustado hablar y aquello le venía de perlas. Alexander Bogrov le había prometido un futuro glorioso de la mano de su bellísima e inteligente hija en un lugar de veranos bonitos e inviernos frescos, frescos, frescos...
Joseba no defraudó ni Bogrov tampoco. La empresa gozó en aquellos años de un auge económico nunca antes visto y todos fueron muy felices, claro que sí. :)

Es al año siguiente cuando Sveta da a luz a Gorka Alexander, el héroe de la taiga y la tundra, un niño grande nacido entre cedros, abetos y pinos con cualidades y personalidad de superhombre.
Veréis, fueron varias las características que hicieron de Gorka un ser excepcional. La primera de ellas es que su termostato interno estaba kaputt del todo, off, no sentía ni frío ni calor. Daban igual los -20º que los 45º, él ni se inmutaba. Su fuerza era descomunal, capaz de levantar troncos y troncos y jugar con ellos en el aire mientras los apilaba en su espalda a la caída. Todo con una destreza de malabarista. Y cuando digo troncos, es por decir algo, porque lo mismo hacía el chaval con rocas, vacas, osos… todo vaya. Otra cosa es que no le crecía pelo, nada de nada (si, se pintaba las cejitas para potenciar su personalidad). Y la característica más importante y principal, Gorka era todo amor.

Desde chiquitín ayudó a sus padres en la explotación maderera. Pero fue cuando creció que fue consciente de sus dotes, sus ventajas frente al resto de mortales. Empezó a pensar que aquello suyo era quizás algo para compartir, algo que podía ayudar a muchos, muchos más y no sólo a sus padres.

Así es que empezó a dedicar sus días y también sus noches a llevar a aquellos que lo necesitaban aquello que necesitasen, sin importar las inclemencias temporales, el volúmen o el peso de la carga. Vagó por toda Siberia ayudando a familias aisladas, a aventureros en peligro, a rebaños de ganado perdido, y también en un par de mudanzas…


La leyenda de Gorka el vasco aún se escucha por el oriente siberiano, y los años han pasado creando toda clase de mitos entorno a su persona. Han llegado a decir que volaba y que en las noches más oscuras su cabeza brillaba para guiar a los perdidos… pero vamos, que eso, son historias… :)


María del Carmen



María del Carmen tenía un problema hormonal-paranormal severo que llegó como todos los cambios hormonales-paranormales severos, con la pubertad. 
Los cambios solían llegar con las primeras lluvias de otoño y la ida del verano. A la pobre muchacha le empezaba a mutar el cuerpo hasta convertirse en un lento, somnoliento y aletargado oso pardo a eso de principios de enero y no desapareciendo los efectos totalmente hasta ya entrado marzo. 
Durante esos meses, Maricarmen junto con sus padres, que no compartían su mismo capricho natural, tenían reservada una pequeña cuevecita perfectamente calefactada y con todo lujo de comodidades en las profundidades del hayedo de la familia. Las excusas para estas desapariciones familiares anuales eran un supuesto disfrute del verano uruguayo con los parientes de allá. 
Para que nadie en el pueblo sospechase, los padres de Maricarmen habían instalado una radio con antena de alcance internacional que les permitía captar las frecuencias latinas y que sonaba en la cueva día y noche. Así, a la vuelta de su “exótico viaje” se les escapaban deliberadamente frasecillas con acento criollo, tarareaban sin querer queriendo los éxitos radiofónicos del momento y contaban a las amistades noticias sobre la actualidad de un país a miles de kilómetros. 
Y en todo ese tiempo María del Carmen dormía. Dormía y dormía y se despertaba, bostezaba, daba cuatro pasos, bebía un poco de leche con cacao y volvía a dormir. 
Ahora ya es mayorcita, ronda los 60 y las cosas siguen como estaban. La única diferencia es que con los años ha aprendido a hacer de su hibernación un algo útil en medida de los posible. Aprovecha para tejer, bordar, leer y aprender idiomas logrando que el sueño no le quite más de 14 horas de su día.
Y en el pueblo… en el pueblo la gente habla, dice y conjetura. Se crean leyendas sobre ella, pero al final nadie pregunta porque cada primavera Maria del Carmen vuelve a aparecer siendo la mujer femenina y elegante que es.

volar


Caminaba por la calle y pasó de repente. 
Vi como las suelas de mis botas se despegaban suavemente de la acera. Yo intentaba con la puntita del pie derecho volver a tocar el suelo. Estiraba las piernas pero mi cuerpo seguía subiendo como si mis pulmones estuviesen llenos de helio pero sin que me saliese voz de pito al hablar. 
La pareja de señores mayores que iba detrás de mi ni se inmutaba, ni el chico que venía enfrente con la compra ya hecha. Él me miraba a los ojos, sonreía y seguía a lo suyo y yo seguía subiendo.
Ya estaba a unos tres metros sobre el suelo y empezaba a tener la sensación que se tiene cuando te subes a una atracción y tienes las piernas colgando, esa de “esto no lo controlo yo y como siga así, si falla no lo cuento”...
Seis metros y no sabía cómo funcionaba aquello. No sabía donde poner las manos, las tenía medio cubríendome la cara, sudándome, y yo soy de manos secas y tirantes.
En un primer intento de seguir mi instinto abrí los brazos y los intenté estirar hacia los laterales a modo alas. Inútil, me temblaban, estaban agarrotados y que bobada... flotaba porque sí, no por mis invisibles alas de pájaro invisible. Así que, ya metida en aquello, me dejé llevar...
Al alcanzar los veinte metros empecé a sentirme extrañamente cómoda. Había creado un nuevo suelo. Los tejados de los edificios me quedaban casi a ras de mis pies y mi nuevo horizonte era una luz naranja rosáceo que iba perfilando en un negro precioso la silueta de una ciudad llena de piquitos y esqueletos de árboles.
Por un momento cerré los ojos y se me quitó aquella tensión facial que venía marcando los quince minutos de travesía aérea. Se me escapó una sonrisa y justo en ese preciso momento empecé a perder nivel, muy poco a poco.
En unos segundos mis pies volvieron a pisar tierra firme. El asfalto que antes me había parecido tan normal ahora era duro, monótono, plano...
En fin... seguí caminando y me fui a tomar un café.







El padre de Josemari era torero. Jacinto “El pulguilla”, un afamado y respetable mataor cordobés. Su madre, bordadora de trajes de luces, siempre tuvo forma de silla, a veces de mecedora. De ella salían las mismas palabras y los mismos sentimientos que de un trozo de madera.

Josemari había crecido rodeado de trajes de luces, probándose los de su padre y los que bordaba su madre. A ojos del mundo el crío iba a seguir los pasos de su progenitor, con el arte que tenía... Lo que no sabían era que lo que apasionaba a Josemari de la tauromaquia eran los dorados, los brillos, los colores y la gracia de los trajes. Las corridas de toros le espantaban, le aterrorizaba la sangre y la crueldad.

Una tarde de domingo en pleno agosto, cuando Josemari contaba apenas 8 años llegó a casa la noticia de que a Jacinto le habia cojido un toro. El hombre ya no se salvaba. Su madre levantó la cabeza asintió y se volvió a encoger en sus labores. Llevaba ya tantos años preparada para la noticia que poco la alteró.
Para Josemari no fue lo mismo, ya no había más héroe en casa.

Al día siguiente la cuadrilla llevó al niño a ver cómo sacrificaban al toro. Aquella venganza le supo a sal, a injusticia y a cobardía.
Esa misma noche se escapó entre lágrimas a la dehesa para pedirle perdón al becerrillo ahora huérfano de padre y contarle que él no había querido.
Lo cierto es que el becerro solo se quedó mirándolo fijamente, sacudió la cabeza para espantar una mosca y Josemari con toda la alegría del mundo lo interpretó como un acuerdo entre hermanos de madres secas.
A partir de ese momento Josemari se declaró fiel amigo e indiscutible protector de Tarzán (así lo había bautizado). Empezó yendo a hablar todos los días con él después de la escuela. Los fines de semana lo sacaba a pasear por los caminos del pueblo. Y los domingos le cepillaba el pelo, le perfumaba detrás de las orejas y le engalanaba de flores el pelo para llevarlo a misa.

Lo de los adornos fue a más cuando Josemari empezó a trabajar con su madre de bordador. Tenía una maña esplendorosa y poco tardó en convertirse en profesional. A los 16 años tomaba encargos de bordados por decenas y a los 17 también se especializó en el corte de los trajes.

Cuando su madre se consumió del todo, rápido y en silencio,  Josemari dió un giro de 360º al negocio familiar y con el grito de “No a los trofeos, faena por el amor” se convirtió en el primer diseñador de trajes de luces antitaurino.
En pocos años Josemari dejó de ser el niño raro del toro para ser el nuevo icono de la innovación en el diseño de trajes de luces.

Ahora Tarzán y él pasan horas dialogando al sol andaluz espantando moscas en los mejores pastos.


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